lunes, 5 de octubre de 2009

La abuela Engracia



Como cada día, Irene acudía a su cita ineludible con la playa cada vez que el tiempo medianamente acompañara. Le gustaba sentir el agua fría en sus blancos pies y como la brisa del mar lanzaba al viento su morena melena. Además, su médico y a la vez marido Fernando le había aconsejado los paseos por la playa por sus problemas circulatorios que tenía desde pequeña. Normalmente, esperaba hasta que el sol se ponía o hasta que la brisa del mar se convertía en un aire gélido para volver a casa.
Su hogar, a unos cinco minutos de la playa, era un chalet de dos plantas perteneciente a una urbanización de chalet adosados don paredes blanquecinas con un pequeño jardín. Desde la última planta tenía unas excelentes vistas al mar por lo que siempre tenía el olor del agua marina muy presente. Nada más entrar en el chalet la recibió con gran alegría su perro Capri, uno pastor alemán regalo de su hermana Claudia hacia ya tres años. Tras las correspondientes caricias que dejaron satisfecho a Capri entro en casa con dirección a la cocina para poder comer algo rápido antes de disponerse a preparar la cena. Mientras comía un yogurt de fresa, divisó el teléfono móvil del que no tenía noticias desde esta mañana. Apareció en la mesilla de noche debajo del libro que actualmente leía antes de irse a dormir. Para su sorpresa había varias llamadas perdidas en él, principalmente de Claudia y la diaria de Fernando que en esta ocasión estaba de viaje. Demasiadas llamadas en un solo día de mi hermanita, algo ha debido de ocurrir pensó, así que extrañada llamo a su hermana para saber qué es lo que sucedía. Tras tres suaves tonos la voz de Claudia hizo acto de presencia.

-Hola Irene.
-Hola Claudia. He visto que me has llamado varias veces, sucede algo?
-Si, sucede algo yCursiva no es nada bueno. Tengo una mala noticia. Me han llamado esta mañana de la residencia de ancianos del pueblo y me dijeron que la abuela Engracia amaneció muerta. Mañana es el entierro en el pueblo.


Tras unos instantes donde el silencio se apropio del tiempo, Irene continúo con la conversación.

-Estaba ya muy mayor. No habrá más remedio que ir aunque sabes que no me gusta el pueblo.
-Irene, ya sé que no te gusta el pueblo pero somos la única familia que ella tenía. Es nuestra obligación el ir.
-Está bien, Claudia. Mañana por la mañana paso a buscarte.
-De acuerdo, Irene. Un beso. Hasta mañana.
-Un beso también para ti. Adiós.


Irene no se sentía triste porque realmente solo sentía indiferencia hacia su abuela paterna. La señora Engracia, a diferencia de las típicas abuelas de los cuentos, no había sido nada buena con su familia y sobre todo con sus difuntos padres. El hecho de que Irene fuera fruto de una relación no bien vista por Engracia terminó con la huida de sus padres del pueblo, y el distanciamiento definitivo entre madre e hijo. Más tarde, sus padres se casaron en la ciudad sin la presencia de Engracia, y años más tarde nacería Claudia. Sus padres se mantuvieron juntos y felices hasta hace unos cuatro años cuando murieron víctimas de un trágico accidente de tráfico. Aunque quisiera estar triste no podía pero las ganas de cenar habían desaparecido. Mañana volvería a un pueblo del que no tenía un buen recuerdo.

1 comentario:

Ana dijo...

Me voy a leer la segunda parte...
Muchos besitos.